La tarima

©Sandro Centurión
Antonio se va arrimando de a poco, como quien no quiere la cosa. Vio la muchedumbre y se quedó. Desde donde está no llega a verse el motivo de tal aglomeración. De curioso que es, se va metiendo entre la gente. Al principio pidiendo permiso después forzando el espacio entre los cuerpos. A mitad de camino siente que arrancan los aplausos, y para no quedar como desubicado él también aplaude. A medida que se mete entre los cuerpos hacinados del gentío aumenta la fuerza de los aplausos, y Antonio también aumenta la fuerza del batir de sus manos. No debe estar lejos, ahora además de aplausos hay gritos silbidos y cánticos. Pronto, se ve saltando cantando y gritando emocionado hasta las lágrimas al igual que el resto. Es uno más del montón. Ahora, es difícil avanzar, no hay espacio. Nadie cede ni un milímetro de su lugar en la masa aplaudidora. Entonces, Antonio empuja, codea, patea, pellizca, araña y escupe. Ve caer gente delante de él, pero es tarde para la compasión, no se detiene. Hay que seguir. Avanza. Pisa cabezas, y sigue. Finalmente, llega al centro de la escena. Una pequeña tarima vacía lo sorprende. Alguien empuja y el envión lo sube a la tarima. Se produce un silencio repentino. Antonio se pone de pie, sonríe y levanta los brazos. La multitud enloquece y aplaude a destajo. Todos saben una verdad irrefutable. Lo que importa es aplaudir, para poder llegar a la tarima.

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