La vida en el campo

©Sandro Centurión

En el campo todo es más simple. Waldemar lo sabe, y de ahora en más se sabe incapaz de vivir en la ciudad. Por fin se decidió, agarró todas sus cosas y junto a su mujer y su hijo se alejaron 600km de la urbe. Se instalaron en una pequeña chacra abandonada que ha heredado de un tío abuelo como único pariente vivo. Ni bien llegó, Waldemar tuvo la certeza de que en ese lugar todo sería mejor, más simple. Es un pequeño solar solitario, rodeado de monte al que se llega luego de bordear estrechas picadas que acarician el río, y que pueden perder a cualquier trasnochado explorador, lo que reduce a cero la posibilidad de alguna visita de ese otro mundo al que se propuso no regresar jamás. Waldemar otea el horizonte verde y ahora hasta se le hace que es más simple, más fácil, mirar. Toma largas bocanadas de aire y le resulta tan simple respirar que puede degustar el aroma de las flores silvestres en el aire impoluto de la mañana. Apenas ha llegado y ya se siente mejor, más fuerte, más lúcido, más animado, más decidido y más convencido de que tomó la decisión correcta. Sin embargo, ni Mónica, ni Oscarcito parecen compartir ese sentimiento de bienestar que embarga el cuerpo y el alma de Waldemar. La mujer aceptó dejar la ciudad sólo porque no tuvo otra opción, y no se ahorró reproches durante todo el viaje. Oscarcito, por lo pronto ha descubierto en los recovecos del rancho los refugios de las gallinas y los conejos y aquello augura tenerlo entretenido por un rato. Para Mónica es todo un desafío esta nueva manera de estar en el mundo que le impone el imprevisto despotismo de Waldemar. Demasiado lejos quedaron las interminables salidas de compras a las tiendas y los shoping dos veces por semana, el spa y el salón de belleza, las clases de yoga y fitness, los celulares de alta gama, el wifi, la tv gigante, los moteles de lujo, el casino, el bar, y los músculos prohibidos de Juan Alberto, el profesor de cerámica. Para Mónica, el rancho, confortable pero austero, y el paisaje campestre están repletos de ausencias por donde se lo mire. Y esas ausencias le endurecen el rostro y acaso también el alma. Waldemar lo sabe y acaso sea eso justamente lo que lo haya llevado a tomar una solución definitiva. Demasiado lejos están ahora su jefe, sus compañeros de oficina, los vecinos chismosos, los parientes de Mónica. Acá puede resolver las cosas a su manera sin que nadie se entrometa. En el campo todo es más simple. Waldemar lo sabe, él es un hombre de campo que tuvo que dejar esa vida por obligación. Pero ahora tiene la oportunidad de recuperar su destino, por eso no quiso que trajeran más que algo de ropa, para Mónica, y unos libros para Oscarcito. No necesitan más que eso, acá, todo lo demás sobra.
Esta noche se sentarán a la mesa y cenarán como familia. Es cuestión de tiempo. Mónica estará furiosa por un tiempo más, pero acá nadie escuchará sus gritos. No vendrá la policía noche de por medio alertada por los vecinos. Están solos, así de simple. Tarde o temprano Mónica volverá a ser la de antes. Waldemar confía en que la naturaleza le dé una mano. Está seguro de que será así, por eso prefiere guardar en una caja arriba del ropero la calibre 45 que heredó con la chacra, ya no la necesito, se dice. A Mónica, el silencio y la soledad la desquician y lo sabe. Sabe que está a un céntimo de enloquecer, de cruzar ese límite que la había mantenido racionalmente conforme con su vida de apariencias. Pero ahora que está sola con Waldemar, que él es dueño absoluto de su tiempo, Mónica es una olla de presión. Sabe que es cuestión de tiempo para que una voz en su cabeza le diga lo mismo que le dijo Juan Alberto, que se defienda, que lo mate de una buena vez al hijo de puta de Waldemar. Mientras tanto, Oscarcito, no deja de perseguir a las gallinas. Las corre con un machete en la mano. Quiere cortarles el cogote, a las gallinas, y a todo lo que se le cruce adelante, como en el video juego, ese que tanto le gusta, y tanto extraña.

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