Olegario y Fotocopia

Siempre se sentaban allá, en aquel rincón. Se sentaban digo, aunque no sé si debería decir se sentaba, Olegario solo, porque al fin y al cabo eran él y su alma, pero el alma es parte de uno, no sé si me entendés, es algo complicado. Digamos, para poder continuar, que Juan y su alma se sentaban en esa mesa. Juan pedía siempre un vino y un vaso. De vez en cuando, lo espiábamos y escuchábamos que su alma le hablaba como si le aconsejara mientras Julito empinaba el vaso. Que cómo es posible, la gente dice que se le salió el alma del cuerpo por un susto grande que se pegó una noche de invierno cuando se le cruzó bien cerquita el negro Ovidio, que como sabemos todos acá, es lobizón. Y Julito se lo encontró de frente justo cuando Ovidio se estaba convirtiendo. Dicen, que entonces se le salió el alma del cuerpo, y ya no pudo volver a entrar. De ahí en más, Olegario anduvo con el alma siguiéndole como perro mimado, por todas partes.
Así anduvo, o anduvieron Olegario y su alma por un buen tiempo. El alma de Olegario era otro Olegario, es decir era como una fotocopia, sólo que más blanco que Olegario que era bien morocho, así empezaron a decirle los muchachos: "Hola Olegario, Hola Fotocopia", le saludaban. Olegario se sonreía a veces, pero la más de las veces se quedaba en silencio. Su alma, por el contrario, siempre respondía los saludos con buena cara, y hasta invitaba a que alguno se acercara a la mesa, pero todos sabíamos que Olegario era huraño y desaprensivo con la gente. Y nadie quería tener problemas con él.
Acá la gente no se mete en los problemas de nadie, pero todos sabíamos que a Olegario no le gustaba para nada esa situación. La de tener expuesta el alma, así, a la vista de todos. La cosa se complicó aún más cuando empezó a arrimarse a Olegario, Azucena Fernández, la viuda. Imagino que al principio fue más por curiosidad o compasión que por otra cosa, pero pronto la Azucena no pudo disimular sus intenciones con Olegario, y las charlas ocasionales en la cantina, al principio, se hicieron con el pasar de los días  cada vez más amenas, y más extensas. En realidad, el que hablaba, era el alma de Olegario, quien tenía el chamullo y la confianza como para levantarse no sólo a la Azucena sino a cualquier mina que tuviera delante. Así fue, que los vinos iban y venían entre Azucena y Olegario, y su alma. El alma de Olegario era buena para hablar. y Olegario era bueno para escuchar. Hacían un buen equipo. Luego, salían los dos, o mejor dicho los tres, con rumbo desconocido.
Todo iba bien hasta que sobrevino la desgracia. Una mañana de marzo, a Olegario lo encontraron muerto, colgado de una viga del techo de su casa. En un rincón de la habitación estaba su alma, sentadito esperando a que alguien hiciera algo. No pude evitarlo, hace tiempo que se quería matar, y se mató nomás, declaró ante el comisario que no sabía muy bien qué hacer, pues la ley no dice nada de las almas.  Olegario se murió, y el alma ahora estaba definitivamente fuera de Olegario, condenada a una existencia vacía y solitaria, en este mundo, como un fantasma, que ni siquiera asustaba. Era muy penoso todo aquello. Julito, por su parte se murió sin su alma, y eso seguramente le ocasionaría consecuencias en el más allá. Todos lloramos la desgracia, y nadie dudó siquiera un instante del suicidio. Hasta que, empezamos a ver a la Azucena, mas contenta que de costumbre, paseando por la plaza, del brazo de Fotocopia, el alma de Olegario; tan sonrientes, tan vivos, y desconsiderados.
©Sandro Centurión. 2018
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