La gente olvida cosas dentro de los libros
Año 1984, un tal Mario toca el timbre de mi casa, es gordo, grandote y pelado, con cara de bueno. Le abro, y se presenta y me dice que no quiere importunar, que si no fuera algo realmente importante, y me pide disculpas, una y otra vez, hasta que por fin toma coraje y me dice, que hace varios días que me sigue, y que no se animaba porque no estaba seguro, pero que ahora sí. Me explica al fin que es por el libro, el que compré en la feria de usados. Se trata de una vieja novela argentina del género policial negro, que habla de asesinatos compartidos entre la policía y los servicios de inteligencia en los setenta. El libro estaba en mi mesa de luz y apenas había leído el primer capítulo. El caso es que el grandote aquel intentaba convencerme, y me dice que la gente suele olvidar cosas dentro de los libros, un billete de lotería, una cadena de oro, una factura de la luz, que es lo más normal del mundo, y que ese libro era, o mejor dicho había sido suyo, y que hace tiempo olvidó algo dentro, más precisamente un muerto. Que según recordaba debía estar entre la página 17 y la 48, más o menos. Está seguro que está allí porque ya lo buscó por todas partes y no lo encuentra, entonces es seguro que todavía está dentro del libro. Y me pide que por favor se lo devuelva. El libro quédeselo, sólo quiero mi muertito, me dice, ¿me lo devuelve? Por favor, me ruega, por favor, repite con cara de idiota el grandote.
Lo miro. Se parece a un viejo desamparado que pide limosnas en la puerta del banco. Un perdedor al que se le escapó la vida y todavía no se dio cuenta.
El libro es mío, con todo lo que está dentro, le digo, y sin más, le cierro la puerta en la cara.
No volví a ver al grandote. Terminé de leer la novela un par de semanas más tarde. Es un gran libro, hay que decirlo. Tiene un montón de cosas dentro, además de la historia por supuesto. ¿El muerto?, sí, estaba donde dijo el grandote. Nada espectacular. Sigue ahí. Por cierto, es probable que yo también me haya olvidado algo dentro. No sé, a mí no me importa. Al fin y al cabo para eso también sirven los libros. Por veinte mangos es tuyo.
Lo miro. Se parece a un viejo desamparado que pide limosnas en la puerta del banco. Un perdedor al que se le escapó la vida y todavía no se dio cuenta.
El libro es mío, con todo lo que está dentro, le digo, y sin más, le cierro la puerta en la cara.
No volví a ver al grandote. Terminé de leer la novela un par de semanas más tarde. Es un gran libro, hay que decirlo. Tiene un montón de cosas dentro, además de la historia por supuesto. ¿El muerto?, sí, estaba donde dijo el grandote. Nada espectacular. Sigue ahí. Por cierto, es probable que yo también me haya olvidado algo dentro. No sé, a mí no me importa. Al fin y al cabo para eso también sirven los libros. Por veinte mangos es tuyo.
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