Dan ganas de matar

Estoy seguro de que usted es un tipo tran­quilo, igual que yo. Es un ser racio­nal y emo­cionalmente abierto. Le gusta la ma­yoría de las cosas que le gustan a todo el mundo, bailar, estar con amigos, beber una cerveza, comer un asado, ju­gar al fútbol. Son pocas las cosas que no le agradan. Sin embargo, al igual que a mí, de vez en cuando le dan ganas de matar, de destruir al prójimo. Ganas de mandar todo al mismísimo demonio, ga­nas de convertirse por un rato en el Sr. Hyde, ganas de dejarse llevar hasta las últimas consecuencias por la fiera que duerme dentro de su cabeza. Ganas de hacer desaparecer en ácido sulfúrico la humanidad del primero que se cruce en el camino o arrojarlo a un horno de hie­rro fundido y luego escupir sus cenizas. Ganas que, por el bien de la civilización, han sido reprimidas en lo más hondo de la moral durante generaciones. Senti­mientos primigenios, instinto puro, ne­cesidad terrible e incontrolable. Ganas de matar. No se trata de sed de ven­ganza o justicia anónima contra la cruel sociedad; tampoco es un trastorno psi­cológico o un estado de emoción vio­lenta, porque usted, al igual que yo, es un tipo sano y honesto. Sin embargo, usted sabe que cualquier minucia podría encender la mecha de la ira y entonces sentiría esa necesi­dad asesina que cada tanto se apodera de su alma. 
Su control emocional, al igual que el mío, pende de un hilo muy pero muy delgado, por nada en especial, sólo por­que así son las cosas, y para qué compli­carse con explicaciones que a esta altura del partido no ayudan en nada. Digamos que un día usted quiere encender el auto y éste se niega a arrancar. Es un auto usado, en el que ha gastado no poca plata para ponerlo a punto. Todo parece estar en su lugar pero sin embargo no arranca. Usted y yo sabemos que hay veces en que parece que las cosas están poseídas por el mismísimo demo­nio. Y es como si se rieran en la cara de uno. Como si le dijeran "Jodéte, me cansé de ser tu esclavo, mamífero inútil". Enton­ces usted lo deja, paciente y acostum­brado a no hacer nada cuando no hay nada que hacer, se sienta en su sillón favorito en el living o en el patio a pen­sar mientras espera que todo se arre­gle, pero nada se arregla. Hurga en sus bolsillos como si no terminara de con­vencerse de que al igual que yo está en bancarrota, porque usted está sin un peso, y con la tarjeta vencida. Porque es tan buen tipo que le ha prestado plata a medio mundo y nadie se ha acordado de devolverle el favor. Y ahora no tiene un peso. Y piensa, no para de pensar ni un instante. Y le duele la cabeza de tanto pensar y buscarle una solución al pro­blema, que a esa altura del día ya es un problema porque el mediodía se acerca y algo hay que poner en la olla para el al­muerzo, porque usted tiene que comer, quisiera no hacerlo pero su estómago, su mujer y alguno que otro hijo le recuer­dan a cada instante que tiene que hacerlo. La televisión no lo relaja, la gente corta rutas, hace piquetes, se aga­rra a las trompadas con la policía. Y na­die se hace cargo. Usted y yo sabemos que desde hace tiempo todo está patas para arriba. No, no tengo repite usted de pie en la puerta ante la mirada incrédula de doña Rosa, la encargada de la pen­sión, que se empecina en llamar a la puerta exactamente cada una hora; la vieja es un reloj en cuenta regresiva. No se preocupe, le voy a pagar, dice usted con su mejor cara de lástima. La vieja solo lo mira con sus enormes ojos negros y se rasca la cabeza. Se queda ahí, pa­rada, estática sin decir nada, sólo mira como sólo ella sabe mirar. Doña Rosa es una espe­cialista en miradas. Luego, da media vuelta y se va. Usted y yo sabe­mos que es una vieja chusma y que muerta le sería más útil a la humanidad. Entonces escapa hacia la calle, para no desquitarse con la pobre vieja. En su huida encuentra a Miguel, o a Juan o a José, para el caso da lo mismo, un amigo con quien suele jugar al fútbol los sába­dos a la tarde. Está comprando cigarri­llos en un kiosco, lo saluda con su mejor cara y de buena manera usted le pre­gunta si tiene algo del dinero que le ha prestado. El otro se enoja, no puede creer que le esté reclamando dinero, a un amigo no se le hace eso, la plata va y viene, los amigos son para siempre, ¡Ca­rajo! Y usted quiere decirle que en su caso la plata sólo va, nunca regresa, pero no lo dice, le pide disculpas por su atrevi­miento. Se va casi avergonzado. Sabe, al igual que yo, que hay gente que tiene una extraña capacidad para hacer sentir mal a sus semejan­tes. De todas maneras anda un rato divagando. Se de­tiene frente a un teléfono público, y piensa en llamar a alguien que le dé una mano pero se encuentra con que pri­mero, no tiene la moneda de 25 centavos para hacer la llamada y, segundo, no tiene a quién llamar. A quién pedir lo que tanto necesita: dinero. Regresa ca­bizbajo a su casa luego de un rato. Le duelen los hombros, el cuello, las piernas y el trasero; está exhausto y transpirado. No tolera más. Hace calor, como siem­pre, porque acá siempre hace calor y usted, como yo, odia el calor. Piensa, no deja de pensar ni un instante, se pasea de un lado a otro por la casa y le duele la cabeza de tanto pensar al pedo. El tim­bre de la puerta suena y usted lo siente como una alarma de incendio, y ojalá lo fuera y las llamas se devoraran todo de una buena vez. No atiende y deja que el timbre suene bajo el dedo imperté­rrito de doña Rosa. Más tarde sale a la ve­reda, mira el horizonte e intuye que otra vez no va a llover. Escupe el suelo ca­liente tratando de quitarse el mal sabor que persigue su boca. Un auto pasa a toda velocidad y la polvareda ingresa en la casa y se pega a su cuerpo transpi­rado. No dice nada, ni una mala palabra escapa de su boca, se guarda la bronca e intenta que se diluya en su sangre. Quiere bañarse pero la vieja, esa sádica y fea mujer, le ha cortado el agua y la luz, le ha hecho un piquete a su dignidad en espera de que se le pague lo que le adeudan. Y usted quisiera cortarla en pedacitos y luego ofrecer sus restos a los perros que buscan sobras y desparraman las bolsas de basura. Son las dos de la tarde, y el día que hoy le toca vivir no se termina, pareciera estancado en cada segundo. Su estómago le recuerda que aún no ha almorzado y que es probable que no lo haga. Entonces llega su mujer de la casa de la madre y en el rostro pueden leerse los reproches dibujados por la lengua venenosa de su suegra. Usted y su mujer se sientan, como es costumbre en el verano, a descansar bajo la sombra perenne de una enreda­dera y usted acepta el tereré tibio que ella le ofrece. La mira, y los ojos de gringa, celestes como el frío cielo pa­tagónico de donde usted la trajo con mil promesas, recorren la fisonomía escuá­lida, sucia y maloliente del hombre que tiene enfrente. Lo mira pero no dice nada, porque las mujeres nunca dicen nada, odian en silencio. Sin embargo, usted sabe lo que ella está pensando, que es un inútil, un pobre infeliz que no es capaz de conseguir un empleo y pagar sus cuentas. Que no hay remedio, que no va a cambiar más y será un fracasado como su padre. Que lo mejor sería que se fuera con el primero que se le cruce y lo abandone, como se lo ha dicho su ma­dre. Por ejemplo, con ese muchacho jo­ven con quien usted la ha visto charlar animadamente y reírse y sonrojarse. Y que además tiene un auto nuevo y anda en la política. A usted le duele la cabeza en cada pensamiento. Sorbe el agua tibia que le quema la garganta y la mira con los ojos bien abiertos. Ella esquiva la mi­rada con desdén, como si se negara a ver en sus ojos su propia bronca refle­jada. Los ojos de ella recorren el suelo y se fijan ansiosos en un enorme trozo de ladrillo que se ha desprendido de la pa­red; los de usted se clavan, extasiados, en un viejo caño de hierro oxidado. En ese momento, usted, que al igual que yo es un tipo tranquilo e incapaz de hacer daño a nadie, siente ganas de matar. Siente que hasta sería placentero hacerlo. Siente que las ganas lo ganan desde adentro y ya no hay cómo dete­nerlas. Tal vez usted logre controlar esas ansias asesinas, tal vez pueda reprimir­las mejor de lo que yo lo hice, pero es sólo cuestión de tiempo para que su ins­tinto rompa las cadenas. Y créame no es culpa suya, con el instinto no se puede, no se puede, señor juez

Este cuento obtuvo en 2009 el primer premio en el Concurso "Prof. Adriana Rendón" organizado por Unitan y el diario "El comercial". Fue publicado en el libro "Cuentos breves inéditos" Editorial Olmo. Bs. As

Comentarios

Entradas populares de este blog

El casi Lobizón

El gran igualador

La venganza del hisopado