Por cuenta propia

Por  cuenta propiaLos oscuros negocios de Zacarías Cabezas se hacían por la mañana. Trabajos por su cuenta, por fuera de los burocráticos caminos de la ley. Y sobre todo de rentabilidad garantizada. Sin embargo, el trato con Azucena Bosques, era más que un simple negocio. Una vez más la visitaba en su casa, en ese territorio vedado donde sólo nombrarlo podría generar una tragedia. Azucena era una mujer de buen talante, una rubia esponjosa de entre cuarenta y cincuenta años, una esposa hostigada por los oscuros secretos de un pasado lejano que desde hacía tiempo Cabezas amenazaba con sacar a la luz.
Allí estaba entonces, el viejo inspector que recibía una cuota más de la consabida experiencia sexual de Azucena como parte de una sórdida transacción de secretos por silencio.En ese sublime momento, el teléfono celular del inspector, que había quedado extraviado en un rincón de la habitación entre las prendas de la señora, comenzó a sonar de manera intempestiva interrumpiendo las tareas de autocomplacencia en la que ambos se encontraban atareados. Zacarías L. Cabezas era un especialista en situaciones complejas, con cursos de toma de rehenes y negociación realizados en la ciudad de Buenos Aires, aunque había quienes afirmaban que el inspector nunca pudo concluir ninguno de esos cursos porque se perdía en cabarets de mala muerte donde terminaba abrazado a una que otra pelirroja que bailaba en el caño. 
Siendo así las cosas la llamada en cuestión interpelaba sus aptitudes profesionales. "_Inspector usted es el único que nos puede ayudar" manifestó entre otras cosas el comisario del otro lado de la línea. _"El único, que puede convencer a cierto loco de que no se mate_ dijo. _"Usted es un especialista, Zacarías, tiene que resolver esto de la mejor manera para todos, así que deje de hacer lo que esté haciendo y ocúpese ahora mismo del caso ¡apúrese!", ordenó la voz en el teléfono, que no quería que la sangre de un suicida salpicara los carteles con la foto del intendente que cubrían las paredes de los edificios cercanos, justo en ese mes de elecciones. Entonces Cabezas acató la orden, porque la obediencia era el primero de una corta lista de atributos que ilustraban su carrera profesional, porque tenía que ir, porque no le quedaba otra, porque después de todo para eso le pagaban un sueldo. Dejó a la amable señora semidesnuda en la habitación, y le dio unas horas de extensión para la concreción total del pago de la deuda que no tenía intenciones de condonar. Luego, me llamó: _"vos que me andas siguiendo, trae tu cámara y vení"_ me dijo, y acordamos encontrarnos en el lugar de los hechos.
Cabezas era una gran historia, un policía duro que se movía en los bajos fondos. Eso vendía, además el editor del diario le debía algunos favores y quería convertirlo en el nuevo héroe de la ciudad. Cabezas era un hombre común y corriente, aunque detestaba la cercanía de la gente. No tenía casa ni auto, reptaba por callejones sombríos como una rata de alcantarilla. 
Dejó a la mujer y se tomó su tiempo para pensar qué hacer. Un cigarrillo en la vereda, unas bocanadas de humo para contrarrestar el aire fresco de la mañana y aletargar el tiempo para que el bendito suicida se matara de una vez, esa era la primera acción de su plan que ponía en valor la inevitabilidad de determinados sucesos. Entonces, un remis se detuvo frente a él. Un vecino de la mujer, remisero el hombre, se apareció de la nada dispuesto a llevarlo más rápido de lo deseado. Era un gordo morocho y calvo, de risa fácil, que al principio no dijo nada pero luego no se aguantó y escupió la pregunta, "¿hace mucho que la conoce a la doña?", "está buena la gringa, y todas las mañanas está sola", agregó en un intento erróneo de iniciar una charla reveladora con el inspector, como consta en sendos informes de actuación, a Zacarías Cabezas no le gusta conversar con cualquiera, y los primeros en la larga lista de cualquieras de Cabezas son los remiseros.
El hombre entendió enseguida los peligros que se esconden detrás del amenazante silencio de una respuesta, pero no tuvo más opción que seguir viaje. Encendió la radio para ayudar a tragar el silencio. La noticia del loco que amenazaba con arrojarse al vacío estaba en el aire. Teorías de todo tipo crecían como agua de río a punto de romper la frágil barrera que resguardaba la paz social. 
A las 10hs 15 minutos Zacarías Cabezas llegó a la escena del crimen, si acaso el suicidio fuera un crimen y la pena fuera la muerte, la justicia sería perfecta, me explicó Cabezas en una tarde de reflexiones compartidas. El remis estacionó cerca del lugar y el hombre no insistió en que le pagara el viaje cuando se percató del fierro que asomaba en la sobaquera de Cabezas. En la planta baja de un edificio de departamentos funcionan un video club, las oficinas de Aerolíneas y más al fondo por un pasillo un sex shop. Cabezas vio el cartel de neón rojo, desvió su camino inicial, y se dirigió hacia allí. La propietaria era una morocha de voluminoso escote y no menos interesantes piernas. La conocía desde chica y le guardaba un especial cariño. _"Qué sorpresa inspector, tan temprano"_ le dijo la mujer. "_Así soy yo"_, le respondió, _"pura sorpresa". Zacarías la examinó de pies a cabeza y la anotó entre los pendientes de su larga lista de prioridades de investigación. Entonces se dio a la tarea de recorrer los coloridos estantes repletos de mercaderías de dudosa procedencia. Un vibrador negro y largo, unas revistas y un pote de vaselina fue la compra realizada en esa circunstancia y atendían a la finalidad de proseguir la actuación iniciada antes del llamado del comisario. La morocha le hizo un descuento y le agradeció la compra mañanera con una sonrisa. El inspector Cabezas le devolvió una sonrisa cómplice y se retiró del lugar con su bolsa de regalitos.
Entonces, retomó el camino, a pie, sin prisa alguna. Los transeúntes apuraban el paso. Nadie quería perderse el espectáculo que ocurría a unas pocos metros.
Una vez en el lugar se encontró conmigo y la barrera de agentes que de inmediato abrieron el paso. _"Sonamos llegó Cabezas"_ dijo alguien en tono burlón. Nos enteramos que quien estaba a cargo del operativo era "la pora" Giménez, un oficial gordo, petiso y de bigotes que mantenía la cabeza elevada a cuarenta y cinco grados hacia arriba vigilando al sospechoso. _ "¿Qué hacemos?"_ Le preguntó a Cabezas cuando lo sintió acercarse. "_Por mí lo bajo a tiros"_ bromeó, para distender la situación tensa que se vivía en ese momento.
El edificio era un esqueleto de hormigón de cinco pisos. Desde abajo apenas se podía ver al tipo que estaba parado en la cornisa agarrado a una columna de hierro. Giménez dijo que había que subir, que estaba en el último piso, a los policías como "la pora" Giménez les gustaba decir lo obvio, ratificar lo evidente, era un conservador compulsivo. Giménez debía tener más de cien kilos. Llevarlo por las escaleras hubiera sido como sacarle las uñas con los dientes. "_Vamos nosotros" le manifestó el inspector. Giménez obedeció y se quedó a controlar a la chusma morbosa que crecía exponencialmente. 
Es increíble como en los momentos de mayor tensión la curiosidad se hace presente. Una hojeada a la revista, a la lámina central, mientras ascendíamos al incierto destino puso paño frío a la creciente adrenalina del inspector. Y otra vez sus pensamientos escaparon hacia Azucena, a la que había dejado esperando en la fila de los interminables trámites del amor. Llegamos al techo y el sospechoso seguía ahí con los pies firmes en la cornisa. Entonces era preciso hablarle, decirle algo para que no haga lo que el comisario no quería que hiciera. Quedate, me dijo y se acercó despacio, caminó por una viga con su bolsa de accesorios en la mano derecha. Entonces, el tipo lo vio. Y cabezas también pudo verle el rostro. Se reconocieron. El hombre se sorprendió de verlo allí. "Vos", llegó a decir. Giró el cuerpo. Se le enredaron los pies y cayó al vacío.
Su cuerpo se estampilló entre los escombros y las botellas rotas en el baldío. La gente lo rodeó por todas partes como cuervos. El espectáculo había terminado.
"_No llegué a tiempo"_ le informó a Giménez. _"El tipo se quería matar y se mató nomás. Cosa de locos que le vamos a hacer".
El inspector se retiró del lugar casi de inmediato, estoy seguro de que tomó el mismo remis con el que había llegado.
Era un día particularmente agradable, el verano comenzaba a sentirse y el paisaje citadino parecía más iluminado que de costumbre. 
Según me contó mas tarde ese día el mismo Cabezas, logró encontrar aún a Azucena en la casa. Se había vestido y estaba sentada en el borde de la cama escuchando la radio. Tenía los ojos lagrimosos y cuando lo vio entrar su mirada se había transfigurado.
_ "¡Hijo de puta!"_ le gritó, y le apuntó con un revólver. La mujer lo miró fijo y gatilló al menos tres veces pero el disparo no salió. Entonces le arrojó el arma y salió corriendo. En la radio aun estaban con la noticia del suicidio que ya tenía nombre y apellido, hablaban de las posibles causas y vinculaban la muerte a una persecución del gobierno, en connivencia con las fuerzas oscuras de la mafia policial. Nada decían de las fotos que llegaron desde un número anónimo al celular del suicida, de la angustia profunda que sintió ante el vil engaño de la mujer que amaba, de la desesperación que lo embargó al pensar que aquello se haría público. Esa era una historia privada, un trabajo por mi cuenta, una exclusiva que ya tenía su precio.
Cabezas, por su parte, se quedó sólo, al borde de la cama, con un vibrador negro en la mano pensando acaso, en las inoportunas coincidencias que anteceden a la muerte.

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